Una semana de presidentes / A Week of Presidents
De repente, el país andino estalló en una cacofonía / Suddenly, the Andean country erupted into a cacophony
Mariana Peñaloza Morales, imagen de / image by Héctor Muñoz-Guzmán
[english below]
para Bryan Pintado, Inti Sotelo, y Jorge Muñoz
lunes
Esa mañana, mientras el país dormía, el Congreso conspiraba con lxs difuntxs. Lxs representantes programaron una reunión clandestina en el Palacio Legislativo de la República Sudamericana después de que una mujer anciana de acento espeso visitó los sueños de unx de lxs representantes durante el fin de semana. Ella le había dicho, una vez que se despierte este lunes, el presidente disolverá el congreso, pronunciando mal "presidente" y "disolver" y "congreso." Cuando despertó, el congresista advirtió a sus compañerxs. Los llamó a todos, unx por unx, y cada unx de lxs 130 representantes llegó a temer el caos que traería la disolución. A muchxs les preocupaba tener que vender su tercera y cuarta casa por la costa andina. Aquellxs con solo dos casas se preocuparon por sobrevivir sin salarios de seis cifras o tenencias lucrativas en viviendas públicas, imaginando tener que cocinar y limpiar por primera vez en décadas. Algunxs pensaron en su libertad. Sin impunidad, cada miembro del Congreso tendría que afrontar las consecuencias de las que había escapado cuando fue elegidx para el cargo.
Dentro de las salas principales del Palacio Legislativo, el Congreso se arrodilló ante un lienzo que adornaba la pared norte. Aquí, se comunicaron con el Dictador Muerto, inmortalizado en ese cuadro, y los arquitectos del imperio, que habían instalado y apoyado a ese dictador durante cien años. Excelencias, lamentaron, por favor ayúdenos. Dinos qué hacer. Su desesperación llenó la habitación y disipó la acústica de las cámaras. Entonces, cuando el Dictador Muerto y los arquitectos gringos respondieron, todo lo que escucharon lxs representantes fue un susurro: golpe.
El Presidente se enteró de su plan de disolver el Congreso justo cuando lxs representantes, citando su incapacidad moral bajo la Constitución, anunciaban la vacante. El séquito del Presidente preguntó, ¿es cierto? Y, aturdido por su pérdida de poder antes de haber terminado su desayuno, respondió preguntando por el redactor del discurso. Una confesión falsa es mejor que la vergüenza, razonó, mientras vergonzosamente planeaba su renuncia.
Mientras el Presidente se preparaba para una eternidad de concesiones, la oscuridad de la madrugada del lunes desapareció y el pueblo despertó. La gente, consternada, inundó las calles. Empuñando ollas, sartenes y cucharas, el cacerolazo comenzó al mediodía dentro de la cocina de una familia humilde y rápidamente se extendió por todo el país andino. Furioso, el pueblo siguió golpeando hasta que los ecos se convirtieron en un rugido uniformado, rompiendo las vidrieras del Palacio Legislativo. Lxs representantes pudieron escucharlos venir mientras gritaban CONGRESO GOLPISTA AL CARAJO.
martes
El cacerolazo dio la bienvenida al nuevo día antes de que pudiera hacerlo el sol. Una vez más, la gente abandonó sus hogares y tomaron las calles empedradas, con sus ollas, sartenes y cucharas. Pero ahora, el pueblo vestía ropa indistinguible, cargaban galones de leche y pintura y sostenían carteles improvisados que apenas se habían secado durante la noche. Comprometidos a protestar contra la inauguración presidencial del día, comenzaron a marchar. En 30 minutos, el pueblo llegó a la Plaza del Libertador, donde se encontraron con el primer retén y con quienes lo protegían: la policía nacional, con equipo antidisturbios y vestidos con uniformes negros con su notoria insignia—un cráneo atravesado por una espada sobre dos pistolas cruzadas.
La noche anterior, antes de que el cacerolazo llegara al Palacio Legislativo, el Congreso había ordenado bloqueos de las calles y un toque de queda nacional, nombrando a los mercenarios estatales como gerentes. El pueblo, imperturbable por los edictos de la élite, se preocupaba muy poco por los bloqueos y el toque, pero habían decidido que deberían descansar de todos modos. Vete a casa por la noche, se pusieron de acuerdo. Mañana nos escucharán.
Ahora, ante el único monumento del Libertador en el país—un hombre bronceado a caballo proclamando una breve moratoria del dominio colonial—el pueblo golpeaba con sus armas de acero y madera al son del himno nacional. Lxs notables del pueblo cantaron la letra, muerte a la opresión, y lxs jóvenes escalaron la base de mármol y granito de la escultura gritando su demanda: traidores, déjenos pasar. Otrxs marcharon hacia la policía. Lanzando pintura a los escudos antidisturbios y cascos frente a ellxs, el pueblo oscureció la vista de sus enemigos el tiempo suficiente para evitar la barricada.
A las tres de la tarde, el ex vicepresidente, ahora el Presidente del martes, tomó posesión de su cargo. Con la banda del Presidente del lunes, deliberó sobre su primer mandato. El Presidente del martes se mostró decepcionado con su escasa ceremonia inaugural. Estas disputas insignificantes arruinaron mi inauguración, pensó. Convencido de que merecía más celebraciones, la primera orden del nuevo gobernante fue declarar el 30 de mayo, su cumpleaños, como el Día de la Independencia. Su convoy de seguridad, integrado por la policía nacional, escoltó al Presidente hasta el Palacio de Gobierno: su nuevo hogar.
Cuando el Presidente del martes entró a la mansión de estilo barroco, admiró el piso de mármol y el techo abovedado. Las largas horas que había pasado trabajando allí para el Presidente del lunes pasaron a los más profundos recovecos de su mente; se sentía como si fuera la primera vez que entraba en el edificio. Estudiando el busto de su predecesor en el salón principal, el Presidente del martes dio sus segunda y tercera órdenes. Que alguien quite eso y tráeme el mío. Después de todo, ahora era su hogar.
Pero el nuevo designado pasó las siguientes horas en Palacio indignado y, todavía molesto por el rechazo del pueblo, preparó su venganza. Por orden del nuevo Presidente, a cinco cuadras del Palacio de Gobierno, la policía nacional lanzó el primer bote de gas lacrimógeno en la Plaza del Libertador.
miércoles
El miércoles por la mañana, horas antes de la inauguración del segundo usurpador, el Presidente del martes dio su última orden. La policía nacional enmarcaron su faja presidencial, empacaron sus trajes de alta costura vicuña, agilizaron su busto presidencial y prepararon su avión; el exilio con los gringos requeriría sus pertenencias más preciadas. Él había renunciado antes del amanecer. Durante toda la noche, el pueblo lo había atormentado, llamándolo déspota y lanzando botes de maza sobre las puertas del Palacio, y él no tenía ningún deseo de gobernar a la gente revoltosa. Bueno, no ahora. Quería hacerlos esperar hasta que se lo merecieran.
Cuando abandonó el Palacio del Gobierno, el Presidente del martes se negó a echar un último vistazo a las puertas blindadas cerrándose detrás de él. En cambio, pensó en su sucesor. Pronto me acompañará, murmuró el Presidente del martes, y juntos esperaremos nuestras segundas oportunidades. El Presidente del martes abandonó a la nación, ya nostálgico de las últimas catorce horas, aún convencido de su invencibilidad.
Dentro del Palacio Legislativo, el Presidente del miércoles recibió su propia banda, medallón y gran collar de brillantes, cada uno adornado con oro sangriento y diamantes incrustados. Vestido con la regalía llamativa, recitó el juramento presidencial, de la misma manera que el Presidente del martes y los presidentes antes que él:
Yo, el Presidente del miércoles, juro por Dios, por el mercado y por los Gringos que ejerceré el cargo de la Presidente de la República que me ha confiado la Nación, que defenderé la economía de la Nación, así como la integridad física y moral de nuestro Congreso y policía, que cumpliré y haré cumplir la Constitución y las leyes de la República, escritas por Nuestras Excelencias, el Dictador Muerto y el Imperio, y que reconoceré la importancia de los Gringos en la formación moral y cultural de la República.
Ignorando los aplausos de sus cómplices en el Congreso, el ex presidente del Congreso y más reciente autoproclamado jefe de estado—un hombre imponente con piel de papel de lija y una voz tempestuosa—prosiguió su discurso inaugural con vehemencia convincente. Invocó el espíritu del Dictador Muerto, reverenció la incorruptibilidad del gobierno y recriminó al pueblo, que amenazaba el orden social actual. Cuando el Presidente del miércoles terminó su discurso, el pueblo celebró. Acababan de lanzar una bomba molotov por las ventanas despedazadas del Palacio Legislativo.
jueves
El país amaneció en una quietud apocalíptica. El Presidente del miércoles había escapado de la explosión de ayer, con un escuadrón de la policía nacional escoltándolo al Palacio de Gobierno justo a tiempo. Allí, una vez a salvo e ileso, ofreció la mansión como refugio para sus mercenarios favoritos y representantes del Congreso, una recompensa para aquellxs convencidxs de que regresar a cualquiera de sus múltiples hogares lxs haría atacables. Mientras lxs líderes del país estaban inactivxs, la policía instigó una pelea contra la gente. Intentaron a destrozar el pueblo, secuestraron a lxs jóvenes incendiarixs y mutilaron a lxs notables; la fuerza policíaca restante extinguió el fuego antes de que llegara a la sala principal del Palacio, golpeando a lxs disidentes que interceptaban con bastones de aluminio que habían sido calentados por las brasas de la granada. De repente, las calles estallaron en una cacofonía.
El pueblo tomó el Palacio Legislativo al amanecer. El pueblo, enfurecido por siglos de despotismo y vigorizado por la vista de una grandeza purulenta, devastó el edificio. Muerte a la opresión, cantaron, quemando la pintura que estaba suspendida en la pared norte de las cámaras principales. En el lugar que alguna vez había alabado al Dictador Muerto, la gente embadurnaron su nueva demanda: LIBERTAD.
Aunque no estaba en llamas, la atmósfera dentro del Palacio de Gobierno era sofocante. La policía nacional trajo quince rehenes al interior del antiguo laberinto. Esposadxs, lxs jóvenes del pueblo pasaron por la entrada principal, donde el cambio de guardia continuó según lo programado, fueron empujadxs a través del vestíbulo, que estaba decorado con carruajes presidenciales, cortinas de brocado y un candelabro de cuarzo amarillo, tropezaron encima las astillas de las puertas de obsidiana destrozadas en el patio, que una vez protegieron la higuera perenne plantada por el Dictador Muerto el primer día de su reinado, y bajaron por la escalera de caracol de piedra caliza, que estaba reforzada con hormigón, hasta la gruta de la mansión, donde esperaron. En el comedor del piso superior, el Presidente del miércoles y lxs representantes del Congreso conspiraron. Tal como habían hecho con el Presidente del lunes días antes, lxs representantes y el Presidente del miércoles rezaron al Dictador Muerto y a los arquitectos del imperio. Excelencias, lloraron, por favor ayúdenos. Dinos qué hacer. Mientras esperaban una respuesta, el piso comenzó a temblar. El clamor unánime del pueblo sacudió la residencia, la brigada popular se acercó rápidamente. De prisa, el Presidente del miércoles y lxs representantes del Congreso acordaron un plan.
Cuando el pueblo abrió la entrada principal del Palacio de Gobierno, el Presidente del miércoles, lxs representantes del Congreso y la policía abrieron fuego, cada bala tenía como objetivo matar el ruido que lxs atormentaba.
viernes
Antes del amanecer, siguiendo el protocolo para lxs exiliadxs, el Presidente del miércoles abandonó el país. En el ataque, él y sus co-conspiradores habían creído que el miedo sería el conciliador entre el gobierno y el pueblo. El pueblo se detendrá, concluyeron, y los venceremos. Pero después de unos segundos de disparos, la entrada principal del palacio se había transformado en un cementerio ornamentado.
La conmoción había durado toda la noche, pero la mañana trajo la retirada del pueblo. Las perspectivas de rescatar a lxs jóvenes encarceladxs eran escasas; la inminente pérdida de más vidas era aterradora. Mientras el alboroto destrozaba la seguridad del Palacio, la policía nacional había secuestrado a otrxs 25 disidentes. Golpeadxs y apaleadxs, lxs jóvenes del pueblo se unieron a sus camaradas dentro de la cueva de la mansión, una prisión diez pies debajo de los cadáveres de sus seres queridxs, donde su dolor palpitaba en las paredes de piedra caliza. Aún esperaron.
El pueblo, galvanizado por el luto, se reagrupo en el interior del Palacio Legislativo. Allí, la gente comenzó a cosechar lilas andinas, flores blancas con aroma a nostalgia que crecían en los jardines del Palacio. Se reunieron para hacer ramos y adornarse con flores; llegaron nuevos seres queridxs con fotos descoloridas de sus familiares y lápices en la mano; juntos, el pueblo invocó sus recuerdos para dibujar a aquellxs que no habían sido inmortalizadxs en fotos. Mientras se turnaban para elogiar a sus seres queridxs, terminaban cada discurso con la misma frase simple: de luto pero nunca en silencio. Las paredes blancas de las salas pronto se transformaron en un altar para las cuarenta personas secuestradas y las veinte asesinadas y, con las flores, las fotos y los discursos, la libertad llenó la sala recuperada.
Mientras tanto, en el Palacio de Gobierno, la policía nacional retiró el mobiliario colonial, roto por los gritos de libertad del pueblo, y los cadáveres masacrados a manos del tombo. Los llevaban a ambos por las piernas; los daños colaterales colocados suavemente sobre la acera y los cuerpos arrojados con impertinencia hacia el bordillo. Dentro de la residencia presidencial, lxs representantes del Congreso discutían entre ellxs. De lxs 129 representantes restantes, la mitad se consideraban ellxs mismxs lxs más calificadxs para asumir la presidencia después del Presidente del miércoles. La otra mitad defendió a su patrocinador preferido.
Después de horas de deliberación, el Congreso llegó a un acuerdo. Ningunx de ellxs se convertiría en el Presidente del viernes. En cambio, fiel a su progenitor, la prima lejanísima del Dictador Muerto, una mujer anciana y fantasmal, asumiría el papel. Lxs representantes llamaron a la mujer y, pendiente de su llegada, orquestaron silenciosamente la tercera ceremonia inaugural de la semana. Al anochecer, en efecto, se habían condenado a sí mismxs a su impotencia perpetua.
sábado
Cuando el Congreso sintió el siguiente estruendo, la Presidenta del viernes había renunciado. Durante la totalidad de su viaje a la capital la tarde anterior, la anciana había mirado por la ventana del helicóptero; su vista aérea revelaba lo que parecía ser la población total del país llenando cada calle en un radio de 100 millas. La Presidenta del viernes eligió el silencio. Esperó hasta después de su juramentación, cuando finalmente estuvo sola, y ya alimentada y bañada, para robar un carruaje presidencial para una partida rápida, enviando por fax su renuncia directamente desde la suite presidencial a la sede del Congreso alojada en el comedor minutos antes de su escape. Segundos después, la gente llegó de nuevo a la entrada principal del Palacio.
La noche anterior, después de enterrar a sus queridxs y mientras el Congreso se preparaba para instalar a su tercer usurpador, el pueblo había organizado la protesta más grande en la historia de la nación. La gente procedía de la costa del Pacífico, las tierras altas rurales andinas y la selva amazónica; se armaron con cubiertos de cocina y puertas arrancadas de bisagras oxidadas. En la sala del Congreso recuperada, encontraron licor que lxs representantes habían guardado con cinta adhesiva debajo de sus asientos; y, mientras el pueblo preparaba cócteles molotov en esa misma habitación, el desinterés de las élites por la vida de su país se convirtió en un arma del pueblo. Se dispusieron a capturar el Palacio de Gobierno, la multitud se juntó mientras cantaban: EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO.
El cacerolazo continuó durante todo el día. El pueblo cantó, bailó y resonó, honrando a sus familiares mientras rimaban el nombre de cada representante con la palabra "asesinx." La celebración parecía amplificarse cada vez que golpeaban sus armamentos, como si el ruido de su protesta se extendiera a la multitud en sí. La mansión ya no servía como el centro neurálgico de la opresión; el estado se había convertido en una frágil fortificación para la élite impotente.
Desde el comedor, el Congreso y sus mercenarios observaron con terror silencioso cómo la guarnición atravesaba las puertas de la residencia. Se sentaron arriba, congeladxs por el alboroto, mientras lxs notables del pueblo rescataban a lxs cautivxs de la gruta; escucharon mientras lxs jóvenes exigían su muerte. Y, sin embargo, no podían decir la verdad, todavía negando reconocer al pueblo como su adversario. Si estaban en guerra, entonces ya habían perdido.
Juntos, el pueblo ocupó el Palacio. Preparándose para su tarea final, la gente fabricó cuerdas con las cortinas ostentosas, tomaron hojas de acero de la cocina de la mansión y quitaron la madera de sus escudos improvisados. Con cada decapitación, el pueblo celebraba el fin de su guerra, sus gritos de victoria ahogaban los últimos ruegos falsos de lxs representantes y la policía.
domingo
En 1821, seis años después del fin del dominio español, el Dictador Muerto había reinventado la nación, creando un trono dócil para él y los gringos. Desde ese entonces, por casi dos siglos, el pueblo protestó en silencio contra el Dictador Muerto, su legado y las ataduras neocoloniales del imperio gringo que lo había instaurado. El domingo al mediodía era una tradición silenciosa. Dentro de sus casas, el pueblo lavaba la bandera nacional, limpiándola de la suciedad de la tiranía mientras se empapaba en baldes de acero que llevaban la etiqueta “libertad" pintada a mano. Después de su purificación, el emblema se colgaría en el tendedero, ondeando al viento hasta que llegara el momento de realizar el rito nuevamente. Con cada actuación, el ritual se convirtió en su propia profecía de libertad.
Ese domingo por la mañana, sin presidente ni congreso ni policía, el pueblo realizó su ritual. Para conmemorar las 20 fatalidades, lavaron 20 banderas, las familias de lxs difuntxs lavaron primero la tela roja y blanca. Procedente de aquellas casas en luto, las banderas recorrieron el país andino, pasando entre todas las manos del pueblo hasta llegar al tendedero en el patio del Palacio de Gobierno.
Tardó 12 horas para que las 20 banderas llegaran a la mansión. La última en llegar fue entregada a una mujer joven, quien tenía la tarea de colgarla. Se quedó ojeando las otras 19 banderas, ya secas por horas de estar bajo el sol, y se detuvo. ¿Cuándo por fin dejamos de fingir que estas banderas solo están manchadas? Arrancó las banderas del tendedero, las colgó sobre la higuera del Dictador Muerto y encendió un fósforo.
Nadie la detuvo. Era el final de nuestro ritual y sabíamos que esas ya no eran nuestras banderas.
***
to Bryan Pintado, Inti Sotelo, and Jorge Muñoz
Monday
That morning, while the country slept, Congress plotted with the dead. The representatives scheduled a clandestine meeting at the Legislative Palace of the South American Republic after an old woman with a heavy accent appeared in one of their dreams over the weekend. She had told him, una vez que se despierte este lunes, el presidente disolverá el congreso, mispronouncing “president” and “dissolve” and “congress.” When he woke up, the congressman warned his colleagues. He called them all, one by one, and each of the 130 representatives came to fear the chaos that the dissolution would bring. Many were concerned they would have to sell their third and fourth homes on the Andean coastline. Those with only two houses worried about surviving without six-figure salaries or lucrative holdings in public housing, imagining themselves cooking and cleaning for the first time in decades. A few thought about their freedom. Without impunity, each member of Congress would have to face the consequences they had escaped when elected to office.
Inside the main chambers of the Legislative Palace, Congress knelt before a canvas draped across the north wall. Here, they communicated with the Dead Dictator, immortalized in that painting, and the architects of empire, who had installed and supported that dictator for one hundred years. Your Excellencies, they wailed, please help us. Tell us what to do. Their desperation filled the room and muddled the acoustics of the chambers. So, when the Dead Dictator and the Gringo architects responded, all the representatives heard was a whisper: coup.
The President learned of his plan to dissolve Congress right as the representatives, citing his moral incapacity under the Constitution, announced the vacancy. The president’s staff asked, is it true? And, baffled at his loss of power before having even finished his breakfast, he responded by asking for the speechwriter. A false confession is better than embarrassment, he reasoned, as he shamefully planned for his resignation.
As the President prepared for an eternity of concessions, the early Monday morning darkness disappeared and el pueblo awakened. The people, in consternation, flooded the streets. Wielding pots, pans, and spoons, the cacerolazo started at noon inside the kitchen of a poor family and quickly spread across the Andean country. Irate, el pueblo continued banging until the echoes became a uniformed roar, shattering the stained-glass windows of the Legislative Palace. The representatives could hear them coming as they screamed, CONGRESO GOLPISTA AL CARAJO.
Tuesday
Cacerolazos welcomed the new day before the sun could. Once again, the people left their homes and stormed the cobbled streets, bringing with them their pots and pans and spoons. But now, el pueblo dressed in indistinguishable clothing, carried paint and milk gallons, and held makeshift signs that had barely dried overnight. Determined to protest the day’s presidential inauguration, they began marching. Within 30 minutes, el pueblo reached the Plaza del Libertador, where they met the first roadblock and those protecting it: the national police, carrying riot gear and dressed in black uniforms with their notorious insignia—a skull pierced by a sword over two crossed pistols.
The previous night, before el cacerolazo had reached the Legislative Palace, Congress had mandated street blockades and a national curfew, appointing the state mercenaries as overseers. El pueblo—unperturbed by the edicts of the elite—cared very little for the blockades and the curfew, but had decided that they should rest anyways. Go home for the night, they agreed. Tomorrow they will hear us.
Now, before the country’s only monument of the Liberator—a bronzed man on horseback proclaiming a short moratorium from colonial rule—el pueblo banged their steel and wooden weapons to the beat of the national anthem. Pueblo elders sang the lyrics, death to oppression, and young people scaled the sculpture’s marble and granite base shouting their demand: traitors, let us through. Others marched towards the police. Flinging paint at the riot shields and helmets in front of them, el pueblo obscured their enemies’ view long enough to bypass the barricade.
At three in the afternoon, the former Vice President, now the Tuesday President, was sworn in. Wearing the Monday President’s sash, he deliberated over his first command. The Tuesday President was disappointed with his scanty inaugural ceremony. These petty quarrels ruined my inauguration, he thought. Convinced he merited further celebration, the new ruler’s first order was to declare May 30—his birthday—as Independence Day. His security detail, made up of the national police, then escorted the President to the Government Palace: his new home.
As the Tuesday President entered the Baroque-style mansion, he admired the marbled floor and vaulted ceiling. The long hours he’d spent working there for the Monday President slipped to the back of his mind; it felt as if this was his first time in the building. Studying the bust of his predecessor in the main hall, the Tuesday President gave his second and third commands. Have someone remove that and bring in mine. It was, after all, his home now.
But the new appointee spent the following hours in the Palace indignant and, still bothered by el pueblo’s rejection, he prepared his vengeance. Under orders of the new President, five blocks from the Government Palace, the national police released the first tear gas canister in the Plaza del Libertador.
Wednesday
On Wednesday morning, hours before the second usurper’s inauguration, the Tuesday President gave his last order. The national police framed his presidential sash, packed his vicuña couture suits, expedited his presidential bust, and prepared his plane; exile with the Gringos would require his most treasured belongings. He had resigned before dawn. Throughout the night, el pueblo had tormented him, calling him a despot and lobbing mace canisters over the Palace’s gates, and he had no desire to rule unruly people. At least not now. He wanted to make them wait until they deserved his command.
As he vacated the Government Palace, the Tuesday President refused to steal a last glimpse at the closing armored doors. He thought, instead, of his successor. Soon, he’ll join me, the Tuesday President murmured, and together we’ll wait for our second chances. The Tuesday President left the nation, already nostalgic about the past fourteen hours, still convinced of his invincibility.
Inside the Legislative Palace, the Wednesday President received his very own sash, medallion, and grand necklace of brilliance—each embellished with blood gold and encrusted diamonds. Dressed in the gaudy regalia, he recited the presidential oath, no differently from the Tuesday President and the presidents before him:
I, the Wednesday President, swear to God, to the market, and to the Gringos that I will execute The Office of the President entrusted to me, that I will defend the nation’s economy as well as the physical and moral integrity of our Congress and police, that I will comply and enforce the Constitution and the laws of the Republic, written by Our Excellencies, the Dead Dictator and the Empire, and that I will recognize the importance of the Gringos in the moral and cultural formations of the Republic.
Ignoring the applause of his congressional accomplices, the former President of Congress and most recent self-proclaimed head of state—a towering man with sandpaper skin and a dinning voice—continued his inaugural address with convincing vehemence. He invoked the spirit of the Dead Dictator, revered the incorruptibility of the government, and recriminated el pueblo, who threatened the existing social order. As the Wednesday President finished his speech, el pueblo celebrated. They had just thrown a poor man’s grenade through the shattered windows of the Legislative Palace.
Thursday
The country was apocalyptically quiet. The Wednesday President had escaped yesterday’s explosion, with a squadron of national police escorting him to the Government Palace just in time. There, once safe and unscathed, he had offered the mansion as refuge for his favorite mercenaries and congressional representatives—a reward for those convinced that going back to any one of their multiple homes would make them assailable. As the country’s leaders idled, the police instigated a scrimmage against the people. They turned over el pueblo, kidnapping the young incendiaries and maiming the elders; the remaining force extinguished the fire before it reached the Palace’s main chamber, striking intercepting dissenters with aluminum shaft batons that had been heated by the grenade’s embers. Suddenly, the streets erupted into a cacophony.
The people captured the Legislative Palace at daybreak. El pueblo, infuriated by centuries of despotism and invigorated by the sight of festering grandeur, devastated the building. Death to oppression, they sang, burning the painting that was suspended across the main chambers’ north wall. In the place that had once lauded the Dead Dictator, the people plastered their new demand: LIBERTAD.
Though not on fire, the atmosphere inside the Government Palace was suffocating. The national police brought fifteen hostages inside the ancient labyrinth. Restrained, the pueblo youth passed the main entrance, where the changing of the guard continued as scheduled, were nudged across the foyer, which was decorated with presidential carriages, brocade curtains, and a yellow quartz chandelier. They stumbled over splinters of the shattered obsidian gates in the courtyard, which once protected the perennial fig tree planted by the Dead Dictator on the first day of his reign, and descended the spiral limestone staircase, which was reinforced with cast concrete, into the mansion’s grotto, where they waited. In the dining hall upstairs, the Wednesday President and the congressional representatives conspired. Just as they had done with the Monday President days earlier, the representatives and the Wednesday President prayed to the Dead Dictator and the architects of empire. Your Excellencies, they wept, please help us. Tell us what to do. While they waited for an answer, the ground began to tremble. El pueblo’s unanimous clamor rocked the residence, the people’s brigade swiftly approaching. Quickly, the Wednesday President and the congressional representatives agreed on a plan.
When el pueblo thrust open the main entrance to the Government Palace, the Wednesday President, the congressional representatives, and the police open fired—each bullet aimed at killing the noise that tormented them.
Friday
Before daybreak, following the protocol for exiles, the Wednesday President left the country. At the onslaught, he and his co-conspirators had believed fear would be the conciliator between the government and the people. The people will stop, they concluded, and we’ll vanquish them. But after a few seconds of gunfire, the main entrance of the Palace had transformed into an ornate cemetery.
The commotion had lasted throughout the night, but morning brought el pueblo’s retreat. The prospects of rescuing the imprisoned youth was slim; the impending loss of more lives terrifying. As the uproar shattered the security of the Palace, the national police had abducted another 25 dissenters. Bashed and beaten, the pueblo youth joined their comrades inside the mansion’s cave, a prison ten feet below the dead bodies of their loved ones, where their sorrow pulsated off the limestone walls. Still, they waited.
El pueblo, galvanized by mourning, regrouped inside the Legislative Palace. There, the people began harvesting Andean lilies—white, nostalgia-scented flowers that grew throughout the Palace gardens. They gathered to make bouquets and adorn themselves in flowers; new loved ones arrived with old family photos and pencils in hand; together, el pueblo called upon their memories to draw those who had not been immortalized in film. As they took turns addressing their beloveds, they ended each speech in the same simple phrase: in mourning but never in silence. The chambers’ blank walls soon transformed into an altar for the forty people kidnapped and the twenty murdered—and, with the flowers and photos and speeches, freedom filled the reclaimed room.
Meanwhile, at the Government Palace, the national police removed the colonial furniture, broken by el pueblo’s freedom cries, and the dead bodies, slaughtered at the hands of the police. They carried both by the legs; the collateral damage gently placed on the pavement and the bodies hurled with impertinence towards the curb. Inside the presidential residence, the congressional representatives bickered among themselves. Of the remaining 129 representatives, half deemed themselves the most qualified to assume the presidency after the Wednesday President. The other half championed for their preferred benefactor.
After hours of deliberation, Congress settled. None of them would become the Friday President. Instead, faithful to their sire, the Dead Dictator’s seventh cousin thrice removed—an old, ghostly woman—would assume the role. The representatives sent for the woman and, awaiting her arrival, silently orchestrated the third inaugural ceremony of the week. By dusk, they had, in effect, condemned themselves to perpetual powerlessness.
Saturday
By the time Congress felt the next rumble, the Friday President had resigned. For the entirety of her ride to the capital the previous afternoon, the old woman had peered out the helicopter’s window—her aerial view revealing what seemed to be the country’s entire population filling every street in a 100 mile radius. The Friday President chose silence. She waited until after her swearing in, when she was finally alone, and already fed and bathed, to steal a presidential carriage for a brisk departure, faxing a resignation directly from the presidential suite to Congress’ headquarters in the dining hall minutes before her escape. Seconds later, the people once again arrived at the Palace’s main entrance.
The night before, after burying their dead—and as Congress prepared to install a third usurper—el pueblo had organized the largest protest in the nation’s history. People hailed from the Pacific coast, the rural Andean highlands, and the Amazon rainforest; they armed themselves with kitchen silverware and doors torn from rusted hinges. In the reclaimed congressional chamber, they found liquor that the representatives had kept taped under their seats; and, as el pueblo fashioned Molotov cocktails in that very room, the elites’ disinterest in the life of their country became a weapon of the people. Set out to capture the Government Palace, the crowd merged together as they chanted: EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO.
The cacerolazo continued throughout the day. El pueblo sang and danced and clanged, honoring their dead as they rhymed each representative’s name with the word “murderer.” The celebration seemed to magnify each time they slammed their armaments, as if the noise of their protest extended the crowd itself. The mansion no longer served as the nerve center of oppression; the state had become a frail fortress for the impotent elite.
From the dining hall, Congress and their mercenaries watched in silent terror as the garrison breached the residence’s gates. They sat upstairs, frozen by the uproar, while pueblo elders rescued the captives from the grotto; they listened as the youth demanded their deaths. And yet, they could not speak the truth, still refusing to acknowledge the people as their adversary. If they were at war, then they had already lost.
Together, el pueblo occupied the Palace. Preparing for their final task, the people fabricated ropes from the sumptuous curtains, took steel blades from the mansion’s kitchen, and removed wood from their makeshift shields. With each beheading, el pueblo celebrated the end to their war, their cries of victory drowning out the final feigned calls for mercy of the representatives and the police.
Sunday
In 1821, six years after the end of Spanish rule, the Dead Dictator had reinvented the nation, creating an amenable throne for himself and the Gringos. Since then, for almost two centuries, the people silently protested the Dead Dictator, his legacy, and the neocolonial tethers of the Gringo empire that had instated him. Sunday at noon was an unspoken tradition. Inside their homes, el pueblo would wash the national flag, cleansing it of the filth of tyranny as it soaked in steel pails that bore the hand-painted label “freedom.” After its purification, the emblem would be hung on the clothesline, blowing in the wind until it was time to perform the rite again. With each performance, the ritual became its own prophecy of freedom.
That Sunday morning, with no President or Congress or police, el pueblo performed their ritual. Commemorating the 20 fatalities, they washed 20 flags, the families of the dead first scrubbing the red and white fabric. Emerging from inside those grieving homes, the flags traveled across the Andean country, passing between all the hands of the people until they reached the clothesline strung across the courtyard at the Government Palace.
It took 12 hours for all 20 flags to reach the mansion. The last one to arrive was given to a young woman, who was tasked with hanging it. She stared at the other 19 flags, already dry from hours of hanging under the sun, and hesitated. When, then, do we stop pretending that these flags are only blemished? She ripped the flags from the clothesline, slung them across the Dead Dictator’s fig tree, and struck a match.
No one stopped her. It was the end to our ritual, and we knew those were not our flags anymore.
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